agosto 06, 2014

Gregorio

Un sábado a mediodía iba por el centro de la ciudad cuando de pronto vi a un hombre de apariencia extraña caminando sin rumbo. Sentí una ansiedad inexplicable por acercarme a él. Lo seguí dos cuadras y pensé que tal vez estaba hambriento. Entré en una panadería, rápidamente compré pan y, al salir, corrí para alcanzarlo:
—¡Señor, señor! —le gritaba con todas mis fuerzas—.
Cuando lo alcancé, el misterioso hombre de barbas y cabello entrecano se detuvo y dio la vuelta. Me miró fijamente, y como si hubiéramos dejado una plática a medias, comenzó a hablarme en un dialecto desconocido para mí. Parecía que nos conocíamos de hace tiempo. Me sonrió mientras le entregaba la bolsa café-estraza, extendió su mano y me hablaba sonriente; algo muy importante me dijo mientras hacía una reverencia cercana a un “gracias” y después a un “adiós”.
Dio la vuelta. Siguió su camino y yo me quedé inmóvil, mirándolo alejarse. Con un “algo” en el corazón, lo dejé ir.
Ahora que lo pienso, me pregunto ¿cómo sabía que le gritaba si era evidente que no hablaba español? En fin…
Días después, regresé a la cotidianidad laboral y comencé a trabajar en un libro que, si no mal recuerdo, se llama “Gregorio en persona”, escrito por Julio Glockner. En medio de la meticulosa labor de diseñar un libro, me topé con una fotografía. Quedé maravillada al ver que era el mismo hombre que tiempo atrás me había dejado con el corazón acongojado. Comencé a leer el texto casi en forma desesperada y decía: 
“[Una] alumna de antropología, llevaba una cámara y tomó una fotografía del personaje en el momento que se acercaba. Con una sonrisa y una mirada que revelaban una especie de extravío, el hombre se detuvo de pronto, a una distancia que no lo incorporaba al grupo pero tampoco nos hacía sentirlo distante. (...) [L]o fascinante era que la presencia de aquel hombre en esa circunstancia coincidía (…) con la cualidad que tienen los volcanes para adquirir un aspecto humano y trasladarse de un lugar a otro. (...) Cuando llegamos al sitio donde estaban los vehículos, el hombre decidió subir al camión de redilas y acompañarnos hasta el pueblo, pero poco antes de llegar, ya en la oscuridad de la noche, pidió que lo bajaran y en Xalitzintla nadie más lo volvió a encontrar. (...) Hasta ese momento, que yo recuerde, nadie había dicho explícitamente que aquel personaje era Gregorio Popocatépetl”.
—¿¡¿Gregorio Popocatépetl?!? No podía dejar de mirar la fotografía. Me quedé congelada, incrédula, sorprendida… feliz.
Hace unos días, cuando nuestro amado volcán comenzó a lanzar fumarolas, en algún periódico leí que los lugareños que cuidan y procuran a Don Goyo afirman que está profundamente triste porque las nuevas generaciones ya no creen en las tradiciones. Los tiemperos —las personas que cuidan del volcán— se están muriendo uno a uno y ya son pocos los que resguardan esta hermosa tradición.
No sé si algún día todo se revierta, pero desde mi pequeña trinchera cerca de sus faldas, presiento que algún día Gregorio, abatido por la indiferencia, decidirá abandonarnos.

También en ocasiones pienso que tal vez la próxima vez que me encuentre con Don Goyo será en mi casa. Tocará a la puerta y me dirá: ¿nos vamos?

Imagen tomada del libro “Gregorio en persona”, Julio Glockner

abril 27, 2014

Del Adiós

Ilustración: Octavio Rivera Ruiz
























Yo no sé mucho de la vida, mucho menos de las verdades de la vida. Sé mucho de mi vida y sobre todo, de las verdades de mi vida. Una de mis grandes verdades es que me ha dolido la palabra “adiós”, así, tan esdrújula y diptonga, me ha dolido unas veces más que otras. Sin embargo, ahí vamos; yo tratando de entenderla y ella tomándome por sorpresa de vez en cuando.
Hasta el día de hoy, y al igual que todos, he dicho adiós a amigos, estilos de vida, compañeros de escuela, trabajos, novios, objetos preciados, sueños y, en algunas ocasiones, también a mi misma. Sin embargo, hay un adiós que me resulta incomprendido, innecesario, altamente doloroso e inexplicable: el adiós-muerte.
Las primeras experiencias con el adiós, me sucedieron cuando niña. Claro que en ese entonces no sabía que ese breve instante significaba una despedida, vamos, un adiós simple. Vestida con una mañanita amarilla, me encontraba en brazos de alguien. Tenía meses de haber nacido y recuerdo, como en un mal sueño, ver a mi mamá y a mis hermanas despedirse de mí desde la puerta. “Vamos con abuelita, no tardamos”. Mientras las veía irse, sentía algo que ahora sé cómo nombrar: angustia. Recuerdo los abrigos de mis hermanas, el peinado de mamá. Recuerdo que extendí mi mano… pero se fueron.
La segunda vez, supongo que hizo revivir aquel lejano recuerdo. Para contextualizar un poco, deben saber que mi madre era maestra, por lo que el tiempo que compartíamos estaba limitado por sus horarios de trabajo. Fin del contexto.
El primer día de clases la maestra de primero ordenó que madres e hijas se formaran para entrar al salón. El tiempo corría y mamá debía ir a trabajar. “Aquí te quedas”, me dijo, “debo ir a trabajar; obedece a la maestra y no te salgas de la fila”. Convencida de que era algo sencillo, confió en mí y emprendió el camino. Pasaron los minutos y de pronto puse atención a mi alrededor. Veía niñas con su mamá, mamás con sus hijas… y yo sola. Me invadió la angustia, la tristeza, las ganas de salir tras mi madre, para pedirle que no se fuera, que no me soltara la mano. Corrí desesperada hacia la puerta y antes de que pudiera perfilarme hacia la calle, un brazo flaco y moreno me pescó de la mochila. Desde entonces odié la escuela. Pensaba que mi madre no regresaría y esa maldita sensación me hacía llorar siempre. Finalmente, con la magia de las nalgadas, pude terminar la primaria sin contratiempos.
La vida siguió y tuve que despedirme en otras ocasiones. Sin embargo, fue un 4 de octubre cuando el dolor de todos los adioses de la vida se metió en mi corazón dejando un agujero que estoy aprendiendo a re-sanar. No quiero hacer una crónica de mi tristeza, sólo decir, que la muerte llegó esa madrugada y cambió mi vida para siempre.
Apegándome a la regla, sucumbí al sufrimiento y destiné mi energía a maldecir mi suerte. Diez años y muchas otras despedidas y adioses-muerte, me han ayudado a comprender que el adiós y el adiós-muerte son un acto de dos: de quien dice adiós y de quien ve la vida evaporarse en la espalda del que se va. Es una experiencia que se vive en compañía para regalar libertad. Me explico.
Cuando alguien se va, alguien más llega a la vida. Con cada adiós algo crece, fluye, continúa y llegan cosas nuevas, casi siempre, mejores. Con el adiós algo muere, pero algo nace también. Es como si en el breve lapso que dura una despedida, confluyera la finalidad de toda existencia: morir y nacer al mismo tiempo.
Ahora me gusta pensar que cuando mi mamá me dijo adiós esa mañana en la escuela, me estaba regalando valentía, autosuficiencia, coraje y decisión para emprender un nuevo camino sola. Esa mañana corrí desesperadamente para perseguirla, hoy corro por ser quien amo ser, mientras voy esquivando todas las manos flacas que quieren jalar mi mochila; pero sobre todo, para encontrarme en paz cuando ella me encuentre.

abril 09, 2014

Epitafio

En los próximos días 
me ocuparé en buscar la belleza 
de las cosas inexplicables.



Hasta pronto, querido Simón*. 


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*"Dios me ha escuchado o el que obedece. Del griego, que tiene gran nariz".