Un
sábado a mediodía iba por el centro de la ciudad cuando de pronto vi a un
hombre de apariencia extraña caminando sin rumbo. Sentí una ansiedad
inexplicable por acercarme a él. Lo seguí dos cuadras y pensé
que tal vez estaba hambriento. Entré en una panadería, rápidamente compré pan y,
al salir, corrí para alcanzarlo:
—¡Señor,
señor! —le gritaba con todas mis fuerzas—.
Cuando
lo alcancé, el misterioso hombre de barbas y cabello entrecano se detuvo y dio
la vuelta. Me miró fijamente, y como si hubiéramos dejado una plática a medias,
comenzó a hablarme en un dialecto desconocido para mí. Parecía que nos conocíamos
de hace tiempo. Me sonrió mientras le entregaba la bolsa café-estraza, extendió
su mano y me hablaba sonriente; algo muy importante me dijo mientras hacía una
reverencia cercana a un “gracias” y después a un “adiós”.
Dio
la vuelta. Siguió su camino y yo me quedé inmóvil, mirándolo alejarse. Con
un “algo” en el corazón, lo dejé ir.
Ahora
que lo pienso, me pregunto ¿cómo sabía que le gritaba si era evidente que no
hablaba español? En fin…
Días
después, regresé a la cotidianidad laboral y comencé a trabajar en un libro que, si no mal recuerdo, se llama “Gregorio en persona”, escrito por Julio
Glockner. En medio de la meticulosa labor de diseñar un libro, me topé con una
fotografía. Quedé maravillada al ver que era el mismo hombre que tiempo atrás
me había dejado con el corazón acongojado. Comencé a leer el texto casi en
forma desesperada y decía:
“[Una] alumna de antropología, llevaba una cámara y tomó una fotografía del personaje en el momento que se acercaba. Con una sonrisa y una mirada que revelaban una especie de extravío, el hombre se detuvo de pronto, a una distancia que no lo incorporaba al grupo pero tampoco nos hacía sentirlo distante. (...) [L]o fascinante era que la presencia de aquel hombre en esa circunstancia coincidía (…) con la cualidad que tienen los volcanes para adquirir un aspecto humano y trasladarse de un lugar a otro. (...) Cuando llegamos al sitio donde estaban los vehículos, el hombre decidió subir al camión de redilas y acompañarnos hasta el pueblo, pero poco antes de llegar, ya en la oscuridad de la noche, pidió que lo bajaran y en Xalitzintla nadie más lo volvió a encontrar. (...) Hasta ese momento, que yo recuerde, nadie había dicho explícitamente que aquel personaje era Gregorio Popocatépetl”.
—¿¡¿Gregorio
Popocatépetl?!? No podía dejar de mirar la fotografía. Me quedé congelada,
incrédula, sorprendida… feliz.
Hace
unos días, cuando nuestro amado volcán comenzó a lanzar fumarolas, en algún periódico
leí que los lugareños que cuidan y procuran a Don Goyo afirman que está
profundamente triste porque las nuevas generaciones ya no creen en las
tradiciones. Los tiemperos —las personas que cuidan del volcán— se están
muriendo uno a uno y ya son pocos los que resguardan esta hermosa tradición.
No
sé si algún día todo se revierta, pero desde mi pequeña trinchera cerca de sus
faldas, presiento que algún día Gregorio, abatido por la indiferencia, decidirá
abandonarnos.
También
en ocasiones pienso que tal vez la próxima vez que me encuentre con Don Goyo
será en mi casa. Tocará a la puerta y me dirá: ¿nos vamos?
Imagen tomada del libro “Gregorio en persona”, Julio Glockner